Como otros temas de políticas públicas, la seguridad ciudadana ha vuelto a ser tormento para las familias dominicanas porque los actos delictivos han vuelto a copar los titulares de la primera plana de los medios de comunicación debido a la ocurrencia de hechos sangrientos cuyos protagonistas son los miembros de bandas delincuenciales, o delincuentes que actúan por la libre.
Desde la muerte de los pastores evangélicos en el municipio de Villa Altagracia se abrió un abanico de sucesos que reedita la misma agenda de criminalidad de tiempos pasados, sin que como sociedad demos una respuesta eficaz que lleve sosiego a los hogares dominicanos.
Cuando la espiral delincuencial sube hasta su más alta expresión, todos tenemos la sensación de haber sido derrotados por los delincuentes. No es un tema de ahora, sino que se trata de un cúmulo de insatisfacciones, dejadez y falta de voluntad política para llegar a la médula de ese flagelo.
No pretendo hacer un enjundioso ensayo acerca de las teorías criminológicas que son relevantes para el estudio, comprensión y ejecución de un Plan Estratégico Integral de Seguridad Pública, sino que como ciudadano preocupado por la reputación y la tranquilidad del país veo necesario que todos aportemos desde cualquier posición en que estemos para conjurar este terrible problema.
Soy de los que entiende que todo ciudadano que pueda ayudar lo haga, incluyendo aquellos que estando en las funciones públicas en el pasado para enfrentar el problema no lo hicieron por las razones que sean.
La violencia y la criminalidad no es un tema exclusivo de República Dominicana. En América Latina y en naciones de otros continentes los gobiernos son desafiados por el auge de ese flagelo, que las democracias siguen arrastrando por la persistencia de la desigualdad social.
Otros fenómenos interfieren para que la tasa de criminalidad dolosa haya aumentado año tras año en el país, sin que las instituciones que están llamadas a frenarlo muestren capacidad para detener, más bien se perciben desbordadas. Y no es un tema nuevo, lo viene arrastrando el país desde los tiempos de Concho Primo. Nadie ha detenido la violencia y la criminalidad.
El desborde al que ha llegado la inseguridad pública es tal, que el Estado tiene que acudir a medidas extremas para disuadirla, como se ha hecho en múltiples ocasiones sacando los militares a las calles. Ocurre en la sociedad dominicana lo que a un cuerpo humano: una infección producto de una herida o rotura de unos de los miembros del cuerpo que, por descuido o mal manejo, le picó gangrena. El médico dice: “hay que amputar”.
El caso de El Salvador es un ejemplo en la región caribeña de cuán lejos ha llegado el crimen organizado generando violencia e intranquilidad. El presidente de ese país se ha visto obligado a sacar a los militares de los cuarteles con el fin de detener la “hemorragia” provocada por “Las Maras”, asociaciones de ciudadanos que actúan al margen de la ley, antes de que al cuerpo social le pique gangrena.
Para el padre del utilitarismo moderno, el inglés Jeremy Bentham, quien se ubica en la escuela clásica para el enfoque de la criminología como fenómeno, el sistema de sanciones políticas de los delitos que se contempla, en el caso nuestro en el Código Procesal Penal y en la Ley 50-88, entre otras legislaciones, es lo único que puede poner a raya a los individuos que intentan alterar el orden social.
Si el Estado se ha ausentado desde hace muchas décadas de los espacios públicos y de las esferas que le corresponde estar presente en la sociedad, es lógico que la delincuencia común y el crimen organizado hayan ocupado su lugar.
En virtud de la Constitución de la República y todo el ordenamiento jurídico dominicano, según Bentham, es al Estado y solo a él al que corresponde hacer que se aplique el sistema de sanciones previstas en nuestras normas.
De acuerdo con las convicciones del reformador inglés, abogado y filósofo las sanciones tienen que ser efectivas, por lo que propuso que sean juzgadas en tres dimensiones: a) certidumbre de la pena; b) celeridad de la pena y c) severidad de la pena. La única garantía sobre la proporcionalidad de la pena con respecto al crimen descansa en el equilibrio entre estas tres dimensiones. Veamos.
A diario vemos cómo a inculpados en delitos graves los jueces otorgan arresto domiciliario o libertad pura y simple. El ejemplo más reciente es el del hombre a quien se le vincula con ser el autor del crimen de tres personas, entre ellas un niño, en una barbería del municipio de San Francisco de Macorís. A pocos meses de ocurrir el hecho, el país se entera que el supuesto responsable de esos hechos anda suelto y estaba de parranda cuando fue atacado a tiros por desconocidos en una carretera del Cibao.
No se conocen los motivos del juez o los jueces para que el referido personaje esté en libertad. Es posible que haya razones de peso que justifiquen su liberación, pero como ése hay miles de casos de delincuentes con innúmeras fichas que andan por las calles reincidiendo. ¿Dónde está la certidumbre de la pena como señalaba Bentham?
En relación a la celeridad de la pena, hay mucha tela por donde cortar. El expresidente de la Suprema Corte de Justicia (SCJ), Jorge Subero Isa, dijo en el programa Reseñas que produzco: “la justicia dominicana es muy tardía y cara desde hace tiempo”.
Otro aspecto al que refería el reformador inglés es el relacionado a la severidad de la pena, una decisión que está en manos de los jueces. En medios de opinión ha chocado cómo a personas encontradas culpables no se les aplica una pena acorde con el delito cometido.
En conclusión, la garantía de que avancemos en el combate al crimen organizado y la delincuencia común para tener una sociedad sana, depende de todos. El Estado, liderado por su jefe, el presidente de la República, tiene que involucrar a los distintos estamentos que inciden en el fenómeno si se quiere tener resultados ostensibles, pues como dijo Bentham “la mayor felicidad del mayor número es la medida del bien y del mal”.