Padre, cuando se cumplieron 25 años de tu despedida eterna y dolorosa, pasaron por mi mente sensaciones y remembranzas que a menudo afloran como si estuviesen perpetuamente petrificadas para acompañarme en esta nueva versión de la vida.
Aunque a estas alturas de los años hay déficits en el disco duro–no obstante– llegan imágenes nocturnas tuyas y de mamá sentados en el pórtico de la casa de la avenida Lope de Vega, rodeados de nosotros, cuando las faenas del día apenas cesaban y ustedes empleaban el tiempo para echarse historias fantasmagóricas, recreadas con figuras que asomaban y muertos que andaban como Pedro por su casa.
Les recuerdo sentados en aquellos muebles azules de hierro. En el pasa mano de cemento pulido dos tasas de café para aligerar el paladar, mientras exprimían la imaginación.
Tú y mamá entendieron a la perfección sus roles de padres, sin necesidad de acudir al consultorio de un circunspecto sicólogo ataviado de diminutas lentillas de pasta, con más apariencia de brujo que de profesional.
Ustedes tuvieron la responsabilidad sobre sus hombros de formar 7 hijos a los que tenían que buscarle, aparte de la educación, entretenimiento a las horas de ocio porque eran escasas en esos tiempos las familias que les alcanzaban los ingresos para, además, adquirir un televisor; en mi hogar ese acontecimiento ocurrió empezando el año 1970, cuatro décadas y un lustro después que el ingeniero escocés John Logie Bair hizo la primera prueba para transformar la luz recibida en impulso eléctrico, lo que le permitió crear su propia compañía de televisión. Ustedes se ocuparon por un buen tiempo de que el moderno aparato no hiciera falta. En esas circunstancias precarias construyeron imágenes con las palabras, se hicieron memorables en el infantil mundo de la prole una especie de elegía: fantasmas y “bacá” que se adueñaban de la casa en las noches, tiempo que nos parecía eterno.
Ahora–padre– con los años de la madurez y habiendo vivido historias ajenas a través de las lecturas de formidables escritores, me asombra la capacidad y fluidez narrativa que tanto tú como mamá exhibían a esas horas terribles de oscuridad y soledad que nos atrapaban cuando teníamos que retirarnos a las habitaciones.
Te confieso que en mi memoria frecuenta el terror que producía en algunos de los hermanos, la imagen del esperpento que andaba la casa y para el que no valieron gestiones de mamá, tanto en el mundo de las deidades como de los brujos espiritistas, con el propósito de espantar aquella bestia intrusa que nos hostigó cada noche.
Una de esas madrugadas tenebrosas, el personaje fruto de realidad e imaginación, abrió la puerta principal de la casa y tomó el pasillo hasta el centro de la sala–como si fuera el dueño–, corrió la cortina de la habitación principal para detenerse a observarlos por un buen tiempo, mientras ustedes dormían.
El terror se apoderó de nosotros cuando mamá– una de esas noches de historias fantásticas– describió el personaje que a menudo hacía su aparición.
Tenía un tamaño más allá del promedio del ciudadano común. Sobre su cabeza se alzaban cuatro cuernos, dos de los cuales se entretejían como lombrices abrazadas. Por sus mejillas huesudas se deslizaban dos lágrimas negras que se precipitaban por los surcos de su piel cual carretera hasta estrellarse con el suelo.
Las cavidades orbitales de sus ojos sobresalían del marco de la cara con sus fulgurantes bolas de fuego. Las cuencas eran de una simetría perfecta, en círculos de 360 grados.
Una vez que movió hacia delante sus extremidades esqueléticas, un fétido olor a carne podrida inundó la casa. El techo crujía como amasijo de hierro zarandeado. La figura tomó la dirección de la cocina y el patio. Soplaba como bestia sedienta, haló el pestillo de la puerta y se perdió en la negrura de la noche.
Recuerdo, padre, que cuando tú y mamá se levantaron encontraron las huellas de aquella grotesca bestia y la puerta que da al patio estaba abierta de par en par. La mañana siguiente, cuando pretendíamos involucrarnos en nuestra cotidianidad, tocó la puerta principal Caifás, un amigo de la familia.
Sus ojos azules destacaban en aquel rostro taciturno de piel cobriza oscura, como si fuese terreno con surcos profundos. Retiró su sombrero de la cabeza, dejó salir un largo suspiro para recobrar el aliento antes de pronunciar su letanía acerca del sueño que tuvo esa madrugada.
Papá, escuchaste a Caifás con paciencia, sé que no alentaste su historia para no saturar nuestra imaginación. Nosotros habíamos tenido la nuestra de madrugada, que más que una historia luminosa guardaba semejanza con los guiones de Boris Karloff.
Las noches se sucedían una a una, mes tras mes y año por año con las trágicas crónicas de seres venidos del más allá. En la espesura de la noche, el patio era un lugar respetado: desde la cocina, veíamos a las luciérnagas que cruzaban como flechas encendidas, mientras el viento mecía los árboles de aguacate, limón y coco. Salir al patio de noche era un desafío para valientes que ninguno de nosotros estaba en condiciones de emprender.
Nunca nadie se atrevió a cruzar la frontera entre la oscuridad y la luz que irradiaban las bombillas de la cocina hasta el último de los tres peldaños. Hasta el arrullo de una veintena de palomas, propiedad del hermano mayor, se silenciaba cuando el ulular del búho arrancaba en la madrugada. No sé por qué pero el ave arrancaba con su canto a la misma hora desde un lugar que nosotros nunca pudimos descubrir, tira piedra en mano.
La “Casa Embrujada” estaba en nuestra imaginación y no cesaron las misteriosas apariciones hasta que la propiedad se vendió. Con la mudanza, el hogar recobró la tranquilidad de una familia normal y las historias quedaron para contarlas.
Papá y mamá se fueron hace años a otra dimensión donde continúan recreando historias en el pantanoso mundo de los seres inanimados.