¡Dominicano soy!

¡Dominicano soy!

Una parte importante del pueblo dominicano no es ni prohaitiano, ni antihaitiano: ¡dominicano!

A los habitantes de este pequeño terruño insular no se les puede endilgar, como a veces infieren minúsculos grupos, que somos racistas, xenófobos o que pudiésemos llevar en los genes un odio visceral contra los haitianos. ¡Mentira del Diablo!

Si hay un aspecto que nos distingue es el de ser amables, buenos anfitriones y empáticos con los extranjeros, actitud esta última que heredamos desde que el cacique Guacanagarix, cuando llegaron los conquistadores españoles a estas tierras, solo faltó colocarse en el piso de alfombra. Para bien, los dominicanos tenemos el sello de la hospitalidad metido en el tuétano, incluso con aquellos que como los haitianos nos agreden y después de 22 años de opresión, sus élites políticas y económicas sistemáticamente nos denuncian y miran hacia otro lado cuando se les extiende la mano. Experiencia vivida.

Porque conocemos la historia a fondo, sabemos dónde están nuestros adversarios; somos hospitalarios, pero jamás perdemos el norte estratégico de saber que nuestro compromiso es, exclusivamente, con los dominicanos.

El nuestro no es solo es un pueblo hospitalario, de una estirpe de la que nadie nos va a despojar con denuncias infundadas e irresponsables, sino porque somos dueños de un mosaico cultural único, que va desde el merengue, la bachata, la mangulina y el carabiné. Bailamos y tocamos esos ritmos mejor que nadie porque los cultivamos con un poco de todo lo que pasó por aquí, desde hace 181 años. Por eso, somos únicos. Nuestra pintura, escultura y demás expresiones artísticas son tan dominicanas como Juan Pablo Duarte, descendiente de un inmigrante español.

Somos un pueblo hospitalario y alegre, con valor para defender lo nuestro, lo que demostramos cuando derrotamos a los españoles, franceses, ingleses y luego a los haitianos. Quien no conoce su historia, está condenado a repetirla, se ha dicho muchas veces.

El dominicano se levanta temprano a labrar la tierra o para atender su pequeño negocio, empujando la vida hasta donde tenga fuerzas, pero antes de salir a la calle se «abrocha» los «Tres Golpes», un sabroso mangú con huevos, salami y queso frito. Y se encomienda a Dios. El criollo no se levanta con un plato de akasan para desayunar, como es habitual en los haitianos. Al mediodía, apelamos a la clásica bandera nacional: arroz, habichuela y carne. Nuestra gastronomía es amplia y diversa.

En sus creencias, el dominicano es cristiano. Su adoración es a un solo Dios con una fe arraigada, que nos tradujeron los conquistadores españoles. Nuestra cultura religiosa está muy arraigada en la creencia de un solo Dios, que se expresa como una herencia hispánica.

No hay una cultura superior a la otra. La dominicana no es la excepción, no somos mejores ni estamos por debajo de nadie. El dominicano es único, no porque tenga superioridad con relación a otro pueblo, sino porque nuestra idiosincrasia no es igual a la de ningún otro pueblo del mundo.

Como caribeños, somos pachangueros y nos encanta la romería, pero los tragos no nos cogen con agredir a extranjeros, sea italiano, francés, inglés, español o haitiano. Este país nunca ha agredido a nadie. Todos aquellos imperios, y Haití que no lo es, nos agredieron en el pasado. El dominicano no guarda rencor, pero no olvida. Y no olvida por intención retaliatoria, sino para no volver a repetir errores; tenemos memoria para no olvidar que cuando se erigió la independencia y luego la Restauración, hubo malos dominicanos que jugaron en el equipo contrario.

Ese detalle es importante para conocer al cojo sentado y al ciego durmiendo.