Desde su regreso a la Casa Blanca, el presidente Donald Trump ha estado en medio de la polémica en razón de multitud de decisiones altamente controvertidas. Si bien las medidas proteccionistas, su cercanía con Israel o su beligerancia en temas internacionales se daban por descontado, no es este el caso de las universidades, que han devenido en un blanco inesperado del Gobierno.
Así, durante las últimas semanas, las autoridades han enviado cartas a unas 60 instituciones de educación superior para condicionar el financiamiento o la exención de tributos a la adopción de medidas que, según los críticos, representan una injerencia abierta de la Casa Blanca que atenta contra la libertad de pensamiento y el debate crítico, prácticas que cuentan con gran tradición dentro de la academia estadounidense.
En el actual estado de cosas, cobra especial importancia el respaldo sin fisuras a las políticas israelíes y a la proscripción de cualquier manifestación que pueda ser calificada como «propalestina». No son meras retóricas. La fiscal general de EE.UU., Pam Bondi, ha tildado de «terroristas domésticos» a quienes participan en estas actividades.
Hay antecedentes. En 2024, cuando aún gobernaba el demócrata Joe Biden y la cifra de asesinados en Gaza por las fuerzas israelíes superaba las 40.000 personas, algunas universidades establecieron protocolos para impedir o restringir las protestas. No querían que se repitiera una oleada de manifestaciones críticas con Israel, con las políticas de EE.UU. en Oriente Próximo y los nexos financieros de las instituciones de educación superior y el país hebreo que había tenido lugar durante la primavera.
El caso Harvard
La diferencia entre estas acciones –que ya podrían calificarse como intentos para limitar la libertad de expresión– y las que ahora pretende implementar el Gobierno trumpista es que ahora se exigen reformas relativas a aspectos de su funcionamiento interno, como consta en la comunicación que envió el Departamento de Educación a las autoridades de la Universidad de Harvard el pasado 11 de abril.
Las demandas abarcan cambios relativos al poder de profesores (tanto titulares como no titulares) y miembros del personal administrativo «más comprometidos con el activismo que con la investigación», en favor de beneficiar a «aquellos más dedicados a la misión académica de la universidad y comprometidos con los cambios» que reclama el Gobierno.