Christine Armstrong nunca imaginó que esa mañana sería la última en que sentiría la sal del océano sobre su piel. El 3 de abril de 2014 amaneció como cualquier otro día para ella y sus amigos en Tathra Beach, una playa tranquila de Nueva Gales del Sur, Australia. El sol apenas despuntaba cuando el grupo, una mezcla de veteranos nadadores acostumbrados a esa rutina, llegó a la orilla. Para ellos, ese tramo de agua entre Tathra Wharf y la playa no era solo parte del paisaje, sino un escenario familiar, casi un refugio donde el oleaje les daba los buenos días.
Christine, de 63 años, era la más experimentada del grupo. Llevaba 14 años nadando en esas aguas, con la misma precisión diaria que había marcado su vida como entrenadora en el club de surf local. El océano, con su vastedad inabarcable, le había dado amigos, confianza y paz. “Nadar es libertad”, solía decirle a Rob, su esposo de 44 años. Aquella mañana no fue diferente; saludó al grupo, ajustó sus antiparras y se adentró en el agua con la familiaridad de quien conoce cada corriente.
El cielo comenzaba a teñirse de azul y las olas eran suaves. A lo lejos, se escuchaba el chillido ocasional de las gaviotas. Para Christine y sus amigos, no había mejor forma de comenzar el día. El mar parecía un aliado, un espacio donde todos se sentían seguros.
Rob, siempre cercano, observaba a su esposa con admiración. Habían compartido décadas de vida juntos, y él sabía lo importante que era ese momento matutino para ella. Pero ese día, bajo la superficie, algo se movía.
A mitad de la travesía entre Tathra Wharf y la playa, el grupo de nadadores mantenía su ritmo tranquilo. Nadaban en línea, dispersos pero conectados por años de amistad. Christine Armstrong, como siempre, iba un poco más adelante. Había algo hipnótico en la quietud del agua esa mañana, la sensación de que todo estaba bajo control.