Por: Rafael Núñez
En mi niñez nunca pensé que añoraría tanto los momentos de mi infancia. La adultez es un estado que se alcanza vertiginosamente sin pausa, con prisa. Por eso creo que se echa tanto de menos la niñez. Sobre todo, aquellos momentos en los que se podía disfrutar del silencio. Mamá Leticia solía acusarme de muchacho solitario. Y es que de niño aprecio el silencio, las cavilaciones, el vaivén de las ideas, la armonía o la disonancia de los sonidos imperceptibles.
Escuchaba con profundo gozo el silencio del silencio.
Más aún, me podía conectar con el murmullo del viento, o con el gorjeo de los ruiseñores que se posaban a quitarle el néctar a las cayenas rojas que sembraba mamá en su preciado jardín; en mi soliloquio con el silencio perfectamente escuchaba el goteo de la llave mal cerrada, contando los segundos que transcurrían entre una gota y otra.
Me pasaba el tiempo aguardando cuando éstas caían estrepitosa contra el cemento ponzoñoso y gris; desde los confines del patio de la casa paterna, el croar de las ranas saltarinas tenían qué decir. El aleteo de las mariposas amarillas que pasaban en bandadas, rasgaba el viento.
El silencio de la noche era más gratificante: me concentraba en el eterno cantar de los grillos, que la mayoría de las veces, no podía detectar el lugar exacto de su concierto, solo sé que ese sonido llegaba a mis tímpanos como perenne sinfonía; me sorprendía el murmullo generado por la voz de papá rezándole a un cuadro de una dama que él decía era la virgen de La Altagracia, un ritual antes de acostarse. Las situaciones peliagudas que durante la madrugada ocurrían en casa, no entre los vivos-versionado por mis padres-mis oídos no atestiguaban, o no querían confirmar.
El silencio es un éxtasis para identificar elementos con vida propia, de una soledad que fortalece el espíritu, de alimento que afila y perfila el sentido y la personalidad. Nos lleva a la supra conciencia que nos da paz, armonía y felicidad.
Hace falta el silencio en estos tiempos de tanto ruido insurreccionado en la vida cotidiana: en la familia, en los ambientes laborales, en los medios de comunicación donde abundan las bocas cloacales que insultan y maldicen; tal parece que a la gente le importa un bledo la estridencia de los cerebros yermos, tampoco parece interesar a los líderes políticos ni a los religiosos.
Estamos callados, ese silencio si es dañino, cómplice y peligroso.